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Playa y corriente

He recuperado este relato porque quiero dedicárselo a una persona muy especial tanto para Erik como para mí: Carmen Fernández Cacho. Nuestra Cachitoherz que tanto cariño nos está dando. Madre mía, es poquito dedicarte un relato… prometo escribirte uno para ti solita.

La inspiración de este relato se la debo a mi marido. Tras conocerme en Vietnam, él siguió para Tailandia,con la música de Massive Attack … Allí me asegura que vio a una sirena…

PLAYA Y CORRIENTE
Lars
Jakobsen se sentó con las puntas de los dedos hacia el agua y se pegó un tiro
entre ceja y ceja justo cuando se retiraba la última ola que le bañó los pies.  La luna menguante iluminó el cuerpo de ese
mocetón rubio en sus últimas compulsiones. Lars quedó tendido con los ojos
enormes. Un agujero en medio de la frente le transformaba el gesto hacia mayor
hondura, como si se hubiera vuelto más sensato de cadáver, grandioso en su
belleza inerte.
 La marea
siguió bajando ajena a la espuma roja que la manchaba. Con cada embiste hacia
el horizonte del océano, la playa de Coco Beach se estiraba para recuperar las
olas perdidas. Un cangrejo vino a sumarse a la escena. Trepó por el torso de
Lars hasta quedarse encogido justo encima de uno de los pectorales. Y así los
encontraron al amanecer, a Lars y al cangrejo, unos niños que sólo tenían ojos
para la Lugger. Con la culata semienterrada y panza arriba, el arma apuntaba al
cielo espeso de nubes bajas. Pronto arrancaría la lluvia tropical propia del
monzón en Tailandia. Las primeras gotas borraban ya  lo que Lars había garabateado con el índice
antes de dispararse: “sirena”.  
A Madeleine Ålmund se le cayó el móvil de las
manos cuando una voz con fuerte acento irlandés le comunicó la muerte de Lars.
El aparato cayó sobre su pie desnudo. Se rompió la uña y la comunicación se
cortó. “¡Mierda! –el golpe le había hecho daño-. No, no puede ser, Lars, ¡no,
él no!”, gritó Madeleine con rabia mientras marcaba una y otra vez, sin éxito,
el número grabado en la pantalla.
El teléfono había sonado
cuando estaba a punto de salir para el aeropuerto. En cuatro horas partía el
avión que la conduciría hasta Bangkok. No había preparado demasiado equipaje;
no le harían falta muchas cosas en su nueva vida junto a Lars en una cabaña con
vistas al Índico en la isla de Phangan. Ahora le sangraba un dedo, lo veía todo
borroso y casi no podía meter aire en los pulmones. ¿Por qué no era posible
volver a conectar? Tenía que saber qué estaba pasando, no podía haber cambiado
todo tan de golpe. Le vinieron a la mente las palabras de Lars poco antes de
despedirse:
            -Corriente
y playa es todo lo que necesito, nena.
-Y a mushroom[1],
claro –había añadido ella con picardía mientras sonaba de fondo Massive Attack.
Y hacía muy poco que había recibido
carta de Lars donde le contaba sus días de sol y de surf. Se había dejado el
pelo a lo rasta, llevaba patillas y se había tatuado una sirena en un brazo. ¡Estaba
tan vivo! Cómo había sonreído Madeleine mientras leía. ¿Acaso no la llamaba Lars
“mi sirena” cuando estaban solos? Lo echaba de menos y lo imaginaba en Coco Beach, donde se había instalado.
Hasta allí se llegaba en bote, había mucha corriente en el agua, pero ni rastro
de electricidad. Bueno, ya se encargaría ella de buscar un lugar un poco más “civilizado”
para vivir, había decidido entonces.
¿Cuánto tiempo había pasado?,
¿un mes?, ¿dos? Madeleine no podía pensar con claridad.  ¿Habría recibido Lars la carta donde ella le
decía que en una semana pensaba presentarse en la isla de Phangan? Con lo
sencillo que habría sido un correo electrónico o una llamada. Ciega de recuerdos,
Madeleine Ålmund se dirigió al dormitorio. La luz se colaba por los bajos del
estor. Abrió un armario. De un manotazo descolgó un vestido negro de la percha
y lo introdujo sin contemplaciones en la maleta. Después la tumbó de una
patada, se sentó encima y empezó a patalear, a golpearse con los puños, a
escupir el berrinche.
Los dos se habían conocido
durante unas vacaciones asiáticas. El chispazo surgió en Campuchea. La pasión
se desató en Tailandia. Pero el amor se había consolidado en Estocolmo a
sabiendas de que no podían amarrarlo a un destino fijo. Madeleine y Lars ni
eran comedidos, ni dóciles.
A él le encantaba el surf, la
vida indolente y cualquier cambio que sonara a reencuentro.Vestido con un
bañador era feliz. A lomos de una tabla, inigualable. Soñaba a orillas del
Báltico con las olas ausentes, pero mitigaba a base de estupefacientes la
melancolía. “Y qué me importa que sea una felicidad artificial”, decía.
 También a ella le gustaba la playa aunque
necesitara otra clase de corriente: un lugar donde enchufar el ordenador para
jugar sus partidas de póker virtuales. Se ganaba la vida con los fallos que
cometían los otros. Madeleine había dejado de trabajar cuando descubrió que
dominar los algoritmos tenía muchas más posibilidades que ejercer de profesora
de Estadística en la Stockholms
universitet.
 Su estrategia en el
póker por Internet era siempre la misma: “nada de riesgos ni de faroles”. Al no
conocer ni ver a sus compañeros virtuales, las emociones no la distraían. Jugaba
con la precisión de un autómata. Claro que en ocasiones perdía, era una
posibilidad más calculada. La cuestión era jugar lo suficiente sin perder la
disciplina. Las probabilidades no fallan. Matemática pura. Con el póker no
ganaba lo suficiente para mantenerse. Así que había que tirar del dinero
heredado por Lars de su familia. Y ahí entraba en conflicto la orgullosa Madeleine.
            -¿Por
qué no nos vamos a Tailandia? Allí podríamos vivir muy bien. Una cabaña sólo
cuesta cinco dólares diarios –proponía Lars cada vez con más frecuencia.
            A
Madeleine le tentaba la idea. El invierno era oscuro en Estocolmo, pero tenía
que pensárselo. Carecía del ímpetu de Lars, quien acabaría marchándose con un
“te espero pronto, mi amor” en los labios. Un mes después de la marcha, Madeleine
empezó los trámites para alquilar su piso. También vendió parte de sus
pertenencias en mercadillos de segunda mano. Y empezó a jugar una hora diaria
más al póker. Infalible. Con la cuenta corriente engordada, reunió el valor
suficiente para marcharse.
“¿Y ahora, qué?”, maldecía
Madelein todavía sentada sobre la maleta. “Mierda, Lars, tenías que morirte
justo ahora, ¿te has ahogado?, pero, ¿qué te ha pasado?”. Madeleine sorbió por
la nariz. De repente le había invadido su vena matemática. ¿Por qué tenía que
estar Lars muerto? A ver, Madeleine, calma. Se lo habían dicho por teléfono,
claro. ¿Y si alguien le estaba mintiendo? Lars no estaría muerto hasta que sus
ojos de científica no observaran el cadáver. Volvió a marcar. El teléfono
estaba apagado o fuera de cobertura. Al aeropuerto, pues. Rumbo a Tailandia.
Horas más tarde, Madeleine aterrizó en Bangkok con
un dolor agudo en las entrañas. Estaba recogiendo la maleta cuando sonó el
móvil. El mismo acento irlandés, la misma noticia. Lars estaba definitivamente
muerto; se había suicidado. Hasta lo habían metido en un avión y en ese momento
volaba rumbo a Estocolmo. ¿Qué hacer? De todas formas no iba a regresar a
tiempo para el entierro, así que decidió ir a Coco Beach.
            -Muy
bien –le dijo Brian, el irlandés, quien se había presentado como un buen amigo-,
te estaré esperando.
            En
Phangan había un pueblo tirado sobre la bahía con una colina a sus espaldas.
Chiringuitos e Internetcafés salpicaban la playa y restaban espacio a las
palmeras. Brian tenía pinta de colgado. Era rubicondo y rollizo. Cara cuadrada,
gesto relajado y sonrisa amplia. Se acompañaba de un ciclomotor, con el que
subieron una cuesta empinada hasta un tugurio.
            -Aquí
se come bien, Madeleine.
Se sentaron sobre unos cojines
con respaldo que rodeaban una mesa que apenas levantaba del suelo cuarenta
centímetros. El arroz con cangrejo al tamarindo esta picante, pero sabía bien.
Tomaron licor de serpiente. Continuaron con un pescado a la brasa relleno de
marisco. Más licor. La situación se relajó hasta el punto que Madeleine se
atrevió a preguntar:
-¿Tienes idea de por qué se
suicidó Lars?
            -A
Lars lo mató una sirena –contestó Brian mientras se encendía un cigarrillo.
            -¿Cómo
dices?
            Madeleine
estaba perpleja, pensaba que Brian se refería a ella
            -Sí,
una de esas mujeres que viven en el mar, con cola de pez y larga melena.
            Brian
dio una calada honda y exhaló el humo en círculos.
            -No
digas tonterías –atajó Madeleine.
            -Bueno,
entiendo que no me creas ahora. Anda, termina tu copa. En veinte minutos sale
el bote hacia  Coco Beach. Allí hablaremos tranquilos.
            Llovía
a mares cuando abandonaron el local. El ciclomotor avanzaba a duras penas sobre
los charcos. Madeleine y Brian estaban cubiertos de barro cuando llegaron al
pequeño embarcadero. Ninguno habló durante el trayecto.
En Coco Beach había cabañas, unas cuantas palmeras, un bar y un baño
común. Todo ello separado por metros y metros de playa. Brian la acompañó hasta
la cabaña de Lars. Se despidieron con un “hasta luego” que acabaría
convirtiéndose en un adiós definitivo. Madeleine deseaba estar sola.
Entró con decisión. En el
interior, aún persistían las sombras de Lars. 
Un bañador de tonos ácidos tirado en el suelo, algunas colillas…  Junto a la hamaca, sobre una mesita, estaba el
disco “Mezzanine”, el último cedé en el que había participado Andrew “Mushroom” Vowles. A Madeleine se le volvieron
agua los ojos al descubrir a Massive
Attack.
Encontró un reproductor. Introdujo el compacto; por suerte, las
pilas funcionaban. Comenzó a sonar un sonido hipnótico y sensual mientras
paraba la lluvia en seco.
            …miedo en mi respiro ¡Cuántas veces habían escuchado esa música
juntos! ¡Cuántas conversaciones bajo esa atmósfera opresiva! ¡Cuántas noches,
días, noches de sexo y amor! Y ahora, Lars…  Lars estaba muerto. La música comenzó a
hacerse tan oscura como la angustia de Madeleine. Empezaba a agobiarse,
necesitaba acercarse hasta al mar. Al momento se sintió más ligera, firmó una
tregua con su dolor.
Anochecía. El cielo
pronto sería una flor negra. Madeleine comenzó a reír en un murmullo al
ritmo de las olas del mar. Metió los pies en el agua, se lavó para quitarse el
barro. Comenzó a adentrarse. No podía dejar de reírse, de chapulcar como una
niña. Perdió una chancleta. La arena mojada reflejaba la luna como un charco.
Entonces percibió la sombra. Concentró la vista hasta distinguir la forma de
una sirena. ¿Una sirena? Tropezó y cayó en el agua. Al volver a levantar la
vista, la sirena había desaparecido.
-Hola, ¿estás ahí? –preguntó Madeleine.
Silencio.
-No te escondas, te he visto
–insistió.
Un ligero chapoteo dirigió los
ojos de Madeleine hacia la izquierda. Allí estaba otra vez la muchacha con cola
de pez. Con cada movimiento de Madeleine hacia ella, la sirena retrocedía,
manteniendo siempre una distancia de unos 150 metros.
-Díme algo, por favor.
¿Conocías a Lars?
La sirena hizo un gesto
afirmativo. Llevaba el pelo trenzado al igual que Madeleine. Las dos se cosían
el ombligo con un piercing. Por  los ojos de ambas asomaban el coraje y el
deseo. También la súplica.  Más que
rivales, eran prudentes.  
“Mezzanine” se escuchaba en
tonos cada vez más altos. Las guitarras acústicas imprimían un ambiente
psicótico. Algo oscuro brillaba entre las manos de la sirena. Quieta, Madeleine
vio cómo la marea bajaba y la sirena desaparecía. Sobre la arena húmeda quedó
el objeto que poco antes portaba. Madeleine se acercó hasta él. Era una pistola.
La cogió y se sentó con las puntas de los dedos estiradas hacia el agua.
Observó a un cangrejo al acecho. La luna menguante iluminó la escena cuando un
tiro removió la quietud de la noche.
La mañana amaneció pálida.
Nubes bajas amenazaban lluvia tropical. Varado en la arena, un pez grandioso yacía
bocarriba sobre un charco oscuro.  Madeleine
le echó un vistazo rápido antes de coger el bote que la alejaría sin despedidas
de Coco Beach.  



[1] Andrew “Mushroom
Vowles era uno de los integrantes del grupo Massive Attack. La palabra inglesa
“mushroom” significa “seta”.
esto es un resumen de la entrada. Para leerla completa y descargar el material, puedes entrar en el blog. Se agradece tu visita siempre.

4 comentarios en «Playa y corriente»

  1. Anabel, muchísimas gracias cielote.Te quiero un montón tanto a ti como a Erik.Precioso relato como todos los que has escrito campeona.Y este me lo quedo para mi con muchísimo cariño.Un abrazo enorme para los tres. Espero darte un achuchón muy grande prontito.

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  2. Estimada Anabel: acabo de leer tu cuento "El sonido de la hierba al crecer" y me he emocionado muchísimo. Yo soy psicóloga infantil y atiendo niños con TEA, tu cuento retrata muy bien lo que siento cuando veo los avances de mi pacientes con TEA, ellos pueden entregar mucho afecto cuando los adultos respetamos su estilo de ser y tenemos fe y optimismo en sus avances.
    Un abrazo.
    Paola

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  3. Anabel, muchas gracias por compartir tan interesante. El sonido de las olas del océano es genial, es como la melodía de las canciones. Esas canciones pueden hacer que los teléfonos de las personas sean más interesantes aquí.

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